Querida, tal vez no increparas sensatamente el porqué de mis cartas. Empero, he de aclararte plácidamente mi sentir, así se torne evanescente.
Cómo una necesidad amorfa, degenerando mi ser a la obsesión… Quedé adicto a ti, y como no te poseo, he ahí mi fatiga y exaspero. Te encuentras culminante de paraísos, aunque podría ir a desterrarte, pero al estar firme de tu condición… Prohibida… preferiría aguardar en estancias hasta que mi alma se difunda en las lindes de la confusión. O hasta olvidarte—lo cual parece imposible—, añorando el rosar tus mejillas para purificar mis manos que tan manchadas de vesania han permanecido.
Cada momento sin tenerte cerca—después de gozar de ello, tan sólo unos inmaculados segundos—, me aproximo más y más al exilio perverso; a la exclusión de mis ansias de un esbozo sereno, y a la cúspide de la desdicha.
Cosas inanes se interpretan lánguidamente a mis añoranzas con respecto a ti.
Nunca te tuve y nunca te tendré, pero no te puedo dejar de querer.
Cautivo, “en el letargo de tu ausencia”¤ —Que obviamente sé, que me conlleva a un infinito—, me debilito, arredrando mis fuerzas para volverme a enamorar, culpando el valor ante la vacua esencia del solemne mundo sin pasión, que tardíamente empezaba a comprender.
Si de nuevo me degustara con tu viva imagen—que tanto la recuerdo—, dama hermosa, te confieso, en soplo viral de mi existencia, que de un instante al nuevo me repudio, pero muero esperando besarte alguna vez para relegar lo que yace errante en mi imaginación.
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